No apagues la luz, cuento de Eduardo Oyervides

Ilustración de Cecilia Saucedo.

José despierta de madrugada y enciende la luz. A su lado ronca la mujer con la que ha compartido desde la universidad toda su vida. José la ama, no cabe duda. A pesar del dolor que siente bajo la pijama, no la despierta. Se levanta al baño, se quita la pijama y frente a él una erección de preparatoria lo sobresalta. Piensa decírselo a su mujer para aprovechar, pero recuerda que ella está en sus días y es imposible que acepte. En lugar de entristecerse busca estimulo. Ni una revista pornográfica al alcance. José se arrepiente de negarse a contratar internet en su casa, esa cosa del diablo ahora mismo sería su salvación.

Está solo. Se mira las manos como buscando apoyo, las dos parecen ignorarlo. Están viejas, marchitas y rasposas, tanto las ha utilizado para levantar muros, resanar paredes y mezclar cemento que han olvidado lo que es el placer. Aunque su juventud fue maravillosa, José nunca asistió a un teibol. ¿Para qué asistir allí si su mujer, en épocas doradas, lo tenía satisfecho? Además, la economía era y sigue siendo un obstáculo. Lo que gana apenas alcanza para mantenerse bajo techo.

Se mira al espejo y comienza a hablarse. Con ambas manos comienza a sobarse el pene mientras recuerda a su exnovia de prepa: ay Jimena, Jimena, bufa, con esas piernas supersport bien dobladitas una encima de la otra y cómo te recogías la falda hasta muy arriba de la rodilla… se muerde el labio, ay y la vecina con su copa c al frente sacando ojos por todo el vecindario, le brincan como en tabla rítmica y en épocas de frío, ufff… con una mano se aprieta el glande, una cosquilla le sube por toda la espina dorsal, los ojos ruedan en sus cuevas, con la otra se sostiene de la pared. Antes de jalar el prepucio se asoma a la habitación, su mujer sigue dormida, angelical, sin enterarse.

Ahora sí jala con la mano derecha, la buena, la milusos, la que le ha ganado el título de maistro con la cuchara. Ay Jimenita, muy tostada de tu piel, muy calientita de todo tu cuerpo, ay cómo lo gozamos en lo oscurito, detrás del salón de mate… y la mano derecha aprieta y sube y un mareo lo sienta en el escusado que está frío pero no importa, también estaba fría la barda donde te subí, Jimenita, donde abriste tu falta y montaste tus piernas sobre mis hombros, así, sí, ay, y te acomodé mis labios en tus labios, y ay… transpira como si corriera la décima vuelta de un maratón, jadea. La mano izquierda limpia el sudor de la frente sin que la mano derecha se detenga. Jadea con intensidad, como Jimenita, ay, Jimenita jadeabas de lo lindo y temblaban tus piernas y tus senos entre mis manos, Jimenita, así muévete, muévete así, Jimenita… y las manos aceleran y los ojos se funden, está a punto de terminar, siente correr por sus venas el chorro añorado, estira las piernas donde no hay espacio, golpea el lavabo tirando un jabón, el estrepito que no lo inmuta, Jimenita acaríciame el cabello, así, sí, apriétame la espalda, ay Jimenita qué sabrosa estás, José, José, sí, Jimenita, di mi nombre, José, José, yo sé nena, yo sé que te encanta…

¡José! ¿Pero qué estás haciendo?

En el estrepito José tira toallas, rompe la tapadera del escusado, cae a los pies de su mujer que se talla los ojos incrédula, empapada en llanto; se siente traicionada, se siente tan vejada que no acepta disculpas ni explicaciones; le manotea el rostro, suelta puñetazos a la altura del estómago, enloquecida agarra lo primero que encuentra: shampoos, cepillos de dientes, otro jabón de repuesto, todo va directo al cuerpo tembloroso de José que dolorido de cuerpo entero pide perdón. Su mujer no lo puede creer, sale disparada hacia la habitación, toma una maleta y comienza a llenarla mientras solloza. José a gritos intenta explicar lo que sucedió con la peor frase de todos los tiempos: no es lo que piensas, deja que te explique… Su mujer borra todo rastro de lágrimas, se pone un suéter y antes de salir del cuarto le dice que mañana a primera hora estará allí su abogado con el acta de divorcio. De un portazo se acaba el amor.

José siente que se asfixia. Su pene fláccido intenta consolarlo. Mejor así, solos, tú y yo, complaciéndonos sin pretextos. Pero es inútil, la vida de José ya no tiene sentido. Se incorpora y corre tras su mujer. Baja los dos pisos que lo separan de la ciudad, en la calle no hay nadie. José está desnudo y siente frío pero el frío tampoco tiene sentido ya para él. Grita el nombre de su mujer. Algunas ventanas del edificio se encienden. Una cabeza y dos senos copa c se asoman: cállese, viejo cochino, lo increpa. José corre hacia cualquier dirección, ella debe estar cerca, sus pasos son cortos y con el peso que lleva no ha de andar muy lejos. Entonces corre buscándola, gritando su nombre. Una patrulla lo encuentra al doblar una esquina, le impiden el paso.

¿Qué se creen, Don? ¿Cómo se atreve a andar de exhibicionista? Tendremos que llevárnoslo.

José intenta explicarles entre sollozos. Mi mujer, oficial, mi mujer. Pero estos dos sordos lo someten, José se resiste y no queda de otra que aplacarlo. Patadas, puñetazos, burlas y dos bastonazos en la nuca bastan para que José despierte de madrugada y encienda la luz. A su lado ronca su mujer con la que ha compartido desde la universidad toda su vida. José la ama, no cabe ni tantita duda.

15515644_1201543233258288_2062151513_oDel autor: Eduardo Oyervides (Cuernavaca, 1993). Estudiante de Letras hispánicas de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ha publicado la plaquette de cuentos A deshora (2014), ganadora de la convocatoria Artefactos para jóvenes creadores del estado de Morelos, de Ediciones Simiente. Fue becario por parte de la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana en el curso de Creación Literaria Xalapa 2015. En ese mismo año crea el taller Guateque de letras. Cree fervientemente que qué bonito es el amor cuando no es de uno, lleva más cervezas que cuartillas escritas y Eduardo no se perdona, bajo ningún pretexto, no saber volar.

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