Inmortalidad y memoria: una paradoja borgiana

La búsqueda de la trascendencia es un propósito que ha sobrevivido desde siglos atrás. En la Edad Media, las hazañas –en el mundo de la caballería– aseguraron, para algunos, el reconocimiento de la gente, además de la salvación del alma desde la perspectiva del cristianismo. De esta forma y unidos por ese objetivo, muchos escritores han intentado conquistar la inmortalidad en un universo interminable como lo es el de la literatura.

Sin embargo, el absurdo –o el claroscuro– de la trascendencia reside en la confrontación de la inmortalidad y la memoria. El recuerdo –como un episodio cotidiano en la vida humana, que además fundamenta el sentido de identidad– está ligado completamente a la inmortalidad vista desde cualquier perspectiva. Ésta, por su parte, instituye la eterna condición del hombre en la inmediatez del tiempo; esto es, el transcurso de un presente sin fin.

El absurdo –o el claroscuro– de la trascendencia reside en la confrontación de la inmortalidad y la memoria.

Jorge Luis Borges escribió dos cuentos que, particularmente, tratan el asunto de la perpetuidad y la reminiscencia como una característica permanente: «Funes, el memorioso» y «El inmortal». El primero –parte de Artificios que a su vez pertenece a Ficciones (publicado en 1944)– cuenta la historia de Ireneo Funes, un hombre que no puede olvidar nada de lo que ha visto, escuchado, aprendido, etc.; no olvidaba desde «las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882», hasta los sueños dentro de los sueños. La ausencia del olvido resulta, entonces, la esencialidad de la memoria perfecta.

En una entrevista, Borges reveló que la creación de «Funes, el memorioso» le sirvió como terapia para el insomnio. El escritor argentino temía al sueño ya que, para él, es como un olvido por un instante en el que los hombres desechan su entorno, los momentos vividos y todo lo aprendido; por ello, planteó la historia de Funes como la de un hombre que, a pesar del sueño, pudiera recordar cada cosa que percibiera.

«Funes, el memorioso» le sirvió como terapia para el insomnio. Borges temía al sueño ya que, para él, es como un olvido por un instante en el que los hombres desechan su entorno, los momentos y todo lo aprendido

Por otro lado, «El inmortal» –parte de El Aleph, publicado en 1949– refiere a la vida de Marco Flaminio Rufo, legionario de Roma, que vivió desde la época del imperio de Diocleciano –del 286 al 305–, hasta alrededor del año 1921. El cuento –construido por tres narradores distintos– trata esencialmente de la búsqueda de Flaminio por volver a ser mortal. En la historia, un jinete agonizante cuenta al tribuno, de un río que volvería inmortal a cualquiera que bebiera de él. Flaminio, fascinado por el relato, encuentra fortuitamente el río, por lo que bebe de él. Luego de mucho tiempo –y arrepentido por haber consumado su deseo– se da cuenta del sentido de la muerte, por lo tanto se dedica a buscar otro río que, en sentido contrario, le devuelva la mortandad.

Magníficamente, ambos textos se entrelazan por la ausencia de dos elementos fundamentales en la existencia de cualquier persona: la muerte y el olvido. Esta dualidad pertenece a la rutina de los hombres, ya que la marginación de algunas experiencias es parte de la vida que camina hacia la muerte. Así pues, la contraposición a estas nociones –la memoria y la inmortalidad– ofrece un objetivo ideal para el estímulo humano. La jerarquía para los individuos es vital dentro de las relaciones humanas: cualquier personaje de la vida normalmente busca manifestarse mediante la fama.

La paradoja borgiana reside en la inversión de esos preceptos para averiguar –por medio de la creación literaria– qué sucedería con aquél que pudiera descubrir la inmortalidad de Marco Flaminio Rufo –quien, fuera del laberinto subterráneo donde encuentra el agua maravillosa, se encuentra con Homero – o la memoria de Funes –que «había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín».

La trascendencia, en estos casos, brilla por la ausencia de lo ordinario y la exaltación de lo inverosímil. Pero la cuestión radica en el análisis de ambos casos de la literatura de Borges: la vida tiene sentido por la muerte y la memoria hace valiosos los instantes que con la inmortalidad serían irrelevantes.

En el caso de «El inmortal», Flaminio, el legionario de Roma, al darse cuenta que la muerte puede ser una exultación ante los males o suplicios que se presentan en una perpetuidad de la vida intermedia, sin un fin, busca desesperadamente –junto con los otros inmortales– un remedio para su aparente «mal». Los momentos para cualquiera de los inmortales son posiblemente repetibles, pues la vida se traduce como una temporalidad inagotable en la que los actos tienden hacia lo banal o lo insignificante. Si absolutamente todo es eterno, ¿realmente vale la pena?

Posiblemente, el final que pudiera haber devuelto la tranquilidad a Marco Flaminio Rufo –exceptuando el de la mortalidad– era el del olvido. Borges, en una parte del mismo cuento, menciona: «La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres […]; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño», y tal vez ese sueño –que Funes, por supuesto, no omitiría– sea el olvido. Lo anterior resulta imprescindible porque sólo mediante aquél, el calvario de despertar un día sin saberse inmortal devolvería a Flaminio el gozo de un día diferente.

Para Funes la inmortalidad quizá no era una complicación, ya que en su memoria residía todo lo que para los hombres es trivial. Sólo en el transcurso de su vida, hasta la llegada de su muerte –en 1889 por una congestión pulmonar–, lo inmortal existió en sus recuerdos. De esta forma, la perennidad habita en la memoria de los hombres. Ireneo afirma: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo»; entonces la trascendencia no sólo se fundamenta en la inmortalidad o en la memoria. ¿Acaso existe una divergencia entre ambas?

En contraste, Marco Flaminio se encuentra con un troglodita llamado Argos que posteriormente confiesa que es Homero. Borges le agradece –en su «Otro poema de los dones»– «por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises» que también lo volvió inmortal dentro del mundo literario, debido a la memoria en la que aún se conserva la imagen de Homero, una memoria colectiva tan prodigiosa como la del mismo y único Funes.

El sentimiento de perdurar para el tribuno de Roma se traduce como: «Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal». De esta forma, la extravagancia de permanecer en una condición extraordinaria, resulta más atormentadora de lo que se cree. Probablemente, la única esencia de la eternidad se encuentre en el recuerdo, en la memoria.

La extravagancia de permanecer en una condición extraordinaria, resulta más atormentadora de lo que se cree.

Para los hombres que, como Marco Flaminio, han buscado la inmortalidad –para arrepentirse de ella después–, el olvido quizá resuelva el tormento de ser recordados como aquello que Funes logró rescatar. Para el escritor, tal vez lo mejor que le pueda suceder es encontrarse con el río de la memoria que los mantenga inmortales, como al mismo Homero. Estas paradojas –la inmortalidad y la memoria, la muerte y el olvido– forman una parte mínima de la literatura de Borges que, aun siendo inmortal, ya ha perecido.

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