Miss, cuento por Rodrigo Mora

La liberación de poder atómico ha cambiado todo, excepto
nuestra forma de pensar… La solución a este problema
radica en el corazón de la humanidad. Si tan solo hubiera
sabido, me habría convertido en relojero.

-Einstein

Leopoldo II murió en 1909 debido a una hemorragia cerebral.

      El sol deshidrataba a los hombres negros que ya tenían las comisuras de sus labios blancas por la espuma seca de la boca. Sus rostros pintados y el aspecto famélico de sus cuerpos daban a la festividad un aire grotesco.

Las moscas se paraban en los párpados y hacían poco por quitárselas. Había vísceras de pescado en el suelo caliente; sogas, cuchillos ardiendo, palos y cáscaras de huevo. Los hombres iban descalzos y las mujeres que concursaban usaban unas sandalias tan delgadas que no hacían gran diferencia: Eran veintisiete jóvenes, ninguna mayor de veinticinco años. Todas habían concursado por voluntad propia y se sometían a las miradas asquerosas de los hombres para ganar una corona, decían, de plata.

Caminaban sobre un interminable charco de sangre de animales sacrificados. A pesar de estar en los huesos, los hombres estaban llenos de energía. Gritando, empujando, intentando tocar a todas las mujeres que modelaban con una vulgaridad excesiva: desabrochaban sus blusas y mostraban sus senos a todo el jurado, moviéndolos al ritmo de los tambores; sus faldas volaban desde el inicio de la exposición y quedaban completamente desnudas, sus nalgas negras recibían golpes, apretones y hasta lamidas de hombres eufóricos.

No concursaban por la corona de plata: Lo hacían por ganarse, por primera vez, el reconocimiento del prójimo y ver la mirada de la otra mujer que había perdido, la que se caía en la sangre y se levantaba para frotarse todo el cuerpo en líquido rojo; la que estaba a su lado, sonriendo hipócrita, felicitándola. Concursaban para ver como todos los actos que recibían las perdedoras (chiflidos, aplausos y tocamientos de los jurados) no habían servido de nada; para ver a las derrotadas degradarse poco a poco. Concursaban para entretenerse y ganaban por el espectáculo de las vencidas que lloriqueaban de rodillas entre las vísceras del pescado y las moscas. Este concurso fue lo único que se le ocurrió a la población para celebrar su independencia, después de tantas muertes.

La deliberación duró horas, no por la dificultad que implicaba sino porque su independencia podría durar dos o tres días y era mejor aprovecharlo: ¡Que el pueblo se pierda en un estado de éxtasis desenfrenado! Las mujeres no lo supieron, pero el ver humillada a una concursante fue, simplemente, producto del azar.

Un hombre, el más colmado de placer, gritó un nombre, entonces los demás lo siguieron; hasta que de la boca de todos los jurados esqueléticos salía un solo nombre “¡Seria, Seria!” que se iba distorsionando conforme su expansión “¡Seria!”, era un teléfono descompuesto “¡Seria!” “¡Zeria!” “¡Xeria!” ¡Feria! en una tierra en la que no tenían ni un telégrafo “¡Geria!”, “¡Deria!”.

Al final todos gritaron el mismo nombre -el primero-, recostados sobre la arena, descansando de pronunciar un nombre, suspirando el fuerte y desagradable olor de los animales muertos y exhalando, lentamente, como si tuvieran miedo de dejar ir, el último vestigio de la celebración.

El sol casi se ocultaba por completo. La muchacha pasó al frente, desnuda, con la mayor parte de su cuerpo manchado de sangre, chupeteada mil veces, cansada, besada dos mil veces, a punto de caer desmayada. La subieron a la tarima, fuera del alcance de la sangre y la muchedumbre y fue coronada cuando la noche apareció: observando desde allí a todas sus rivales; sucias, chupeteadas, manoseadas, más viejas, cansadas y desnudas, como ella, pero Seria no sentía su vergüenza.

Los habitantes pasaron una semana recuperando sus fuerzas. Sentados al sol, comiendo lagartijas, cazando buitres que también buscaban algo qué comer, hirviendo raíces y semillas. Esperando que su independencia jamás se terminara.

La madre de la ganadora había tenido que vender su único vestido, el de duelo, para pagar la fiesta. Era un vestido negro, largo, con encajes en los puños, un velo de seda e incrustaciones de algunas piedras preciosas en el cuello, la mayoría de las piedras se habían empeñado y existían orificios considerables en el vestido, pero todavía valía mucho. Lo vendió por la presión del pueblo, ya que, se rumoreaba que habría otra guerra y más ferrocarriles por el río, que Bélgica había mandado otro tirano blanco más cruel y sanguinario que el anterior… Ella, siendo más sensata que su hija, no creyó que la corona fuera de plata real.

No pasó nada. La gente salió de su estupor y paranoia paulatinamente mientras que los hombres tísicos estaban de vuelta, regeneraron su repugnante saliva y rellenaron de porquería sus ojos, llevaban botellas de alcohol y estaban llenos de vida. Las mujeres que perdieron se vistieron de modestia y servidumbre, los ojos los inflaron de odio y los cubrieron con humildad, bajándolos cuando se encontraban con la coronada, no querían ser descubiertas. Todos los invitados -el pueblo entero-, irrumpieron en la fiesta a saturar todos los símbolos del deseo:

Entrañas de animales. Gemidos originados los rincones. Saltos de esqueletos negros. Pies manchados de sangre. Manos sucias. Agua hirviendo en una olla. Frotamientos grasosos. Ojos en blanco. Baile. Convulsiones al ritmo de los tambores. Dientes mordiendo la tierra. Chiflidos. Orificios. Uñas con carne y sangre. Costillas salpicadas de sangre. Dientes afilados. Escupitajos. Espuma disuelta en la carne de los animales muertos sobre la mesa. Temblor de rodillas. Cabezas agitadas a punto de estallar. Mareo colectivo. Caos. Desgarraduras. Golpes. Machetazos en el suelo. Hombres dormidos sintiendo la tibieza de la tierra por la noche.

Todos despertaron envueltos en el placer de la miseria. Quedaba un poco de res y cabra en la mesa, bastante alcohol y hombres ahogados en su propio vómito, tambaleándose, cantando, raspaban algún hueso de la vaca con los colmillos. No había una sola mujer en la casa o el patio. Cuando la madre de Seria acabó de echar a todos los hombres de su casa y su patio, salió a buscar a su hija: La encontró en el umbral de la casa, remojada en un baño de sangre, sin un ojo ni oreja, sin cabello y cubierta de arañazos en los brazos y la cara; estaba llena de moscas, pero todavía respiraba, la metió y la sentó a un lado de los huesos de los animales muertos. Tenía la corona puesta. Sólo la madre lloraba.

La mina de Shinkolobwe, Katanga (una provincia del Congo), era explotada por la UMHK (Union Minière du Haut Katanga) que exportaba cobre, estaño, radio y uranio. Es posible que Marie Curie haya investigado el producto que la UMHK exportaba desde el Congo; Curie murió en 1934 por los efectos de la radiación ionizante, los tubos de ensayo con radio los guardaba en su pantalón. Mercenarios contratados por la minera amenazaban a la población para la explotación del uranio. Kenneth Nichols compró toneladas de uranio a la UMHK para el Proyecto Manhattan. Los médicos no podían hacer gran cosa, la deformidad de su rostro era monstruosa, su cuerpo también fue flagelado y algunas cortadas llegaban hasta los huesos, tenía fracturas expuestas en los codos, dedos rotos y varios huecos en la boca por los dientes que le sacaron. Los doctores no estaban sorprendidos, ellos habían vivido en carne propia la amputación de los brazos de sus hijos, de sus madres, en los tiempos de Leopoldo II; maldijeron el descubrimiento de la mina porque habían sido obligados por mercenarios a trabajar en Shinkolobwe para sacar uranio en lugar de sacar demonios de la gripe o influenza: la deformidad de Seria no les impactó en lo absoluto.

El coraje la curó, la furia y el odio cicatrizó las heridas de su espalda; con ayuda de algunos curadores, compuso sus huesos, y no salió una lágrima del ojo que le quedaba, la oreja derecha no escuchó un quejido nunca.

La primera bomba atómica del mundo explotó en 1945, la prueba se llamó Trinity. El 6 de agosto del mismo año cayó Little Boy, la primera bomba atómica usada en guerra, sobre Nagasaki. Tres días después cayó la última bomba atómica usada en guerra: Fat Man en Hiroshima. Pasó casi un año preparándose para salir a la calle. Pensando en la mirada que debía usar, meditando los sonidos de su garganta, sus silencios, la forma de caminar, de sentarse, de comer, de pisar un insecto, la forma de levantarse por si se caía, sus gestos deformes al mirar el sol, cómo tocar a una persona, cómo rechazarla, cómo mantener la distancia y cómo acercarse a alguien, sabía que cuando saliera a la calle, sería el día de su muerte: parecía que estaba practicando para ser una princesa fugaz. Salió a la calle -cuando se festejó el segundo año del concurso- con la frente en alto, todas las mujeres se quedaron inmóviles, no por la aberración de su ser; sino por la mirada de su único ojo: altanera, orgullosa, no había una pizca de simplicidad o torpeza en sus movimientos porque todos estaban calculados, no se le cayó la corona de plata cuando subió por la tarima, no tambaleó cuando se sentó, no se asustó por el silencio que causaba: Todo en ella era solemnidad y orgullo; no tuvo miedo cuando alguien le dio algo de tomar y le quemó la garganta y el estómago.

Seria se quedó sentada, muriéndose, tragándose la espuma de sus jugos gástricos, sin apretar el recodo de la silla o mover su ojo, vomitando por dentro pedazos de su intestino, masticándolos para volver a tragárselos, no se retorció por el dolor ni salió un solo grito. Era un ser de arcadas mudas. La deliberación volvió a durar horas y nadie le hizo caso a la amalgama inmóvil y putrefacta que yacía en la silla de mimbre.

(El concurso de belleza se realizó cada año. Nadie volvió a recordar a Mademoiselle Seria: Miss Seria; que vivió herida y deforme como los miles de sobrevivientes del Japón de 1945, Seria que se convirtió en polvo, como 150 000 personas en Hiroshima, como 50 000 personas en Nagasaki.)

Su madre, al anochecer, la bajó de la silla y el cuerpo expulsó todo lo que regurgitó por horas pues se dio cuenta de que ya nadie la veía. La enterró sin su vestido de luto, que no pudo recuperar ni vendiendo la corona que sí era de plata real. Nadie, en  el Congo de 1945, conoció nunca los nombres Manhattan o Bomba Atómica. Ninguno se enteró de que habían aportado la materia prima para la primera bomba atómica.

rodmora

Del autor: Rodrigo Mora, Ciudad de México, 1996. Estudiante de Letras Hispánicas

 

 

 

 

 

 

 

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