Del puño a la palabra: La literatura y el boxeo

El guante y la pluma. La palabra y el golpe. En estos casos, la diferencia es una línea sutilmente marcada por gustos. El box y la literatura son artes -por su agudeza representativa como metáfora del orbe, además de que poseen matices como la referencialidad en el público- que confluyen por una misma vertiente: la cuestión de expresarse única e inigualablemente para destacar en un medio.

Quizá el primer aspecto que deba considerar el artista -llámese escritor o boxeador- sea la comprensión de su entorno. No es igual encontrarse en un ring amateur que en uno profesional. El ambiente influye en el artista como el escritor se ve influido por un contexto espaciotemporal determinado. En gran medida, el contexto determina el afecto y el efecto. No es lo mismo un boxeador o un escritor, que un boxeador o un escritor inspirado.

Precisamente, aquella teoría sobre la inspiración -tratada por Platón desde la antigua Grecia- también afecta al boxeador. Para Cortázar, el término expresivo de una idea es la inspiración en sí, según su su libro Último Round. Asimismo, cabe destacar el efecto cuentístico final para el argentino: el nocaut. El boxeador, entonces, sería un ente inspirado al finalizar o noquear a su rival por medio de sus recursos corporales; la obra (poema, novela, cuento, etcétera) del escritor formaría su inspiración como tal.

En contraparte, la técnica -repudiada por Platón, pues afirmó que un verdadero poeta debe ser una persona inspirada divinamente, mas no una que emplee la técnica como base de la creación- quizá brinde herramientas para ejercer el arte… o probablemente no. El boxeador puede reaccionar por los reflejos y no por una técnica; el escritor por pura intuición y no por consejos técnicos.

El manejo de la distancia es clave para ambos. Ésta sirve para un ejercicio más imparcial del arte tratada. El manejo del jab -utilizado en el box para mantener la distancia- es similar al estilo del lenguaje, es la esencia del artista y sin su uso la realización artística posiblemente no sería completada. Los recursos del artista, en este sentido, deben poseer prudencia y no ser exagerados. Los golpes no atinados -al igual que la obsesión enfrascada que provoca la tensión en la escritura- producen cansancio y predictibilidad.

El artista ocupa recursos surgidos del conocimiento base: ambos parten de la observación. Acaso el ejercicio de observar la contraparte en un enfrentamiento directo -sea con una persona o con una hoja en blanco-, sugiera un estado de soledad profunda en el que el hombre deba tomar coraje para encontrarse a sí mismo y a su rival. La singularidad radica en el reconocimiento del artista en el contrario.

Tal vez la única certeza del artista sea que, después de la batalla, su ser forja una identidad reconocida por los otros. Precisamente, los otros -también llamados espectadores o lectores- se sienten excitados o complacidos por el arte al vislumbrar dos facetas de ellos mismos: la creación y la valentía. En un caso, la emotividad de ver -como en los coliseos romanos- la apasionante lucha de dos seres capaces de verter sudor, lágrimas y sangre por la gloria misma; en contraste, la obra del escritor confluye en una sensación única e irrepetible para los lectores que aprecien la obra. En el peor de los casos -y quizá en la mayoría de las veces- ese reconocimiento nunca llega. En el ring, o sea el mundo, radica la distopía que vivimos

En el ring, o sea el mundo, radica la distopía que vivimos.

No cualquiera se atreve a ser artista -a destacarse arriba del ring o de entre un universo de letras-. La tarea del escritor y del boxeador también es la de desafiar a la crítica para cambiar el paradigma. Por esto, la imaginación del artista es fundamental para caracterizar la forma expresiva en sí. La originalidad probablemente sea la ilusión que el boxeador conciba a través de doce rounds y el escritor por medio de su creación literaria.

El boxeador y el escritor deben caer primero para poder introyectarse en lo más recóndito de su ser. Sólo así, la gloria puede parecer al menos alcanzable para ambos. Los cánones son tan injustos por momentos, que el mismo brío y la valía con la que ambos confrontan el arte para reconformarla parece difuminada por la crítica. Los genios boxísticos y los campeones literarios emergen lentamente.

Los dos artistas se atreven a desafiar la desdeñosa memoria que paradójicamente bien implica ser olvidado. De cualquier forma, ambos se vuelven más humanos luego de ejercer el arte, pues uno (el boxeador) abraza la vergüenza de la derrota o la magnificencia de la victoria compartida con los espectadores; el otro (el escritor) comparte e incluye el íntimo efecto de sí mismo con una generalidad de lectores. El público, en todo caso, los olvida o los recuerda.

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