Farabeuf, o la crónica de la eternidad

El Libro de las MutacionesI Ching, denominado también Chou I por el reinado de la dinastía Chou del 122 al 221 antes de nuestra era–  comprende gran parte de la filosofía y del conocimiento chino. El futuro, como un estado de transición constante, se contrapone a ciertos valores occidentales -por ejemplo el tópico carpe diem en el que debe aprovecharse el presente, antes que meditar el porvenir- que poseen mayor relevancia en esa cultura.

Farabeuf coincide con este principio del I Ching. Mediante el principio del montaje de Eisenstein -confrontación de dos ideas que produce una tercera-, transmite la «crónica de un instante» que quizá no se aleje tanto de la eternidad de aquella concepción circular del futuro. El tiempo dentro de Farabeuf es extraordinario, tal como si una temporalidad variable se introdujera en un espacio atemporal. Así, Salvador Elizondo, al igual que el I Ching aún permanece inmortal dentro de la literatura.

El tiempo dentro de Farabeuf es extraordinario, tal como si una temporalidad variable se introdujera en un espacio atemporal.

«¿No importa si conozco el final ahora?» me comentó alguien cuando le mostré el título para recomendárselo. «Eso es lo curioso -respondí-, el libro no tiene un final». Maravillosamente, Farabeuf es así: está conformado por segmentos similares, mas no idénticos, que obligan al lector a relacionarlos unos con otros, pero sin vislumbrar una finalización de la obra. En otras palabras, el texto articula al menos tres momentos en los que cualquiera puede ser el recuerdo de otro instante. Lo anterior es una de las piezas fundamentales que conforman el «clatro» -figura señalada en el texto que parte como una metáfora del texto- o el truco del libro.

El I Ching no es la única referencia de la cultura china, también está la descripción de la imagen del supliciado por el Leng Tch’e -sentencia utilizada hasta inicios del siglo XVIII también llamada muerte por los mil cortes– que a su vez se relaciona con liú -ideograma que representa número seis-. La primera vez que leí ese fragmento me dieron náuseas -no quise releerlo debido a que, como dijo alguna vez Juan Villoro, la experiencia estética que sentí inicialmente estaría arruinada por una segunda lectura-.

El erotismo también es relevante respecto a aquella escena. La metáfora del acto sexual referente a una operación quirúrgica, resulta una analogía extravagante que no sólo permitirá vislumbrar un deleite original de la penetración, sino también la concepción de una carnalidad ligada al Leng Tch’e. Los detalles descritos por Elizondo -en concordancia con los distintos aspectos ya mencionados- ocasionan una sublime identificación entre imagen-lector; de este modo, la teoría del montaje crea dentro del espectador un trato constante entre realidad y verosimilitud.

El ideograma de liú es el símbolo representativo, la figura de una parte esencial de Farabeuf.  Precisamente, la ilustración del ideograma se relaciona con la forma del Leng’tche que inspiró Farabeuf. En palabras de Elizondo:

«La disposición de los verdugos es la de un hexágono que se desarrolla en el espacio en torno a un eje que es el supliciado. […] La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar, ¿verdad?»

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Así, por medio de artificios y relaciones, Salvador Elizondo increíblemente también cuestiona la existencia misma. El lector no sólo experimentará lo que Farabeuf puede brindar como concepto de forma dentro de la literatura -al texto se le ha catalogado como novela mexicana simplemente por la nacionalidad de Elizondo y los métodos difusos, y a veces arbitrarios, que conforman los géneros literarios-, sino que se reconocerá a sí mismo como «un rostro frente a un espejo». Textualmente, Farabeuf resalta:

«Es preciso que nos hagamos de nueva cuenta la misma pregunta: ¿somos la materialización del deseo de alguien que nos ha convocado, de alguien que nos ha construido con sus recuerdos, con sombras que nada significan?»

En este décimo aniversario de la muerte de Salvador Elizondo, recuerdo Farabeuf como un fenómeno abstracto, a veces incomprensible, que aún seguirá brindando esencialidades verdaderamente especiales de la literatura . La creación como una forma delegada al lector -que solamente él puede configurar como una idea abstracta- es una de las vertientes que nos ha regalado Elizondo. La inclusión del I Ching, del Leng Tch’e, del principio de montaje de Eisenstein y de la parábola de la naturaleza del ser no pudo ser mejor abordada. Quizá, solamente quizá, todos alguna vez deberíamos adentrarnos a Farabeuf, pues probablemente su esencia se encuentre relacionada intrínsecamente con tus cuestionamientos y los míos… «¿Recuerdas?»

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